Ya hablamos hace un tiempo sobre el desaparecido Asilo de las Lavanderas, que se encontraba próximo a la actual estación de Príncipe Pío. Hoy toca cumplir con una tarea pendiente desde hace años, hablar sobre las lavanderas, esa profesión tan sorprendente de Madrid.

Este microcosmos laboral se encontraba sujeto a unas ordenanzas muy concretas. Los dueños o arrendatarios de los lavaderos formaban un gremio reglamentado, en mayor o menor medida, desde el siglo XVIII, contando incluso con sus propios cobradores de subsidio, variando el importe según el lavadero.
El negocio de las lavanderas fue regularizado al alcanzar su máxima actividad durante el siglo XIX, siendo el Ayuntamiento el que fijó en 2 maravedíes el precio por vara de terreno y banca colocada en el Manzanares. Eran tan numerosas las querellas que recibía el Ayuntamiento, que este decidió finalmente vender los puestos a particulares, configurándose así los lavaderos como los conocemos hoy en día.
Entre los muchos propietarios de lavaderos destacó Don Victoriano Mallo, el cual llegó a establecer su propia fábrica de jabón y lejía en el la Pradera del Corregidor.
En el caso de ellas, las lavanderas, no estaban gremiadas y trabajaban por cuenta propia alquilando los puestos a los propietarios por 2 reales a la semana. Algunas tenían ayudantes y alquilaban mozos para que transportasen las ropas a domicilio.
Una de las más famosas, «la Chavala», fue la encargada de limpiar los manteles y servilletas del restaurante Fornos, cobrando por ello 150 pesetas semanales. Gracias a la construcción del ya mencionado Asilo de las Lavanderas, sus condiciones laborales mejoraron, ya que muchas de ellas podrían dejar a sus hijos en dicho edificio para poder desempeñar mejor su trabajo.


Al río iban las «domésticas», ya que el lavado en él era más cómodo, aunque más caro, al tener que abonar los servicios de jabones, lejías, banca y tendedero. Las mujeres más humildes económicamente aprovechaban los domingos y festivos, en los que el río paraba su actividad, para hacer su colada, siendo conocidas despectivamente como «las talegueras».
Los propietarios de los lavaderos fueron canalizando ciertas partes del río, embalsando por ambas orillas la mayor cantidad de agua posible, renovándose a través de múltiples canales, para conseguir que llegase a los lavaderos el agua más limpia posible. A pesar de todas estas medidas y de que era obligatorio hervir las ropas con agua de lejía, el río fue un foco continuo de infecciones, provocando varias epidemias de cólera en el siglo XIX.

El avance tecnológico provocó que esta profesión fuese desapareciendo progresivamente desde la década de 1930. El agua comenzaba a llegar a las casas y la posterior llegada de herramientas eléctricas de lavado de ropa fue el punto y final.
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