A finales de noviembre de 1904, Madrid fue escenario de uno de los episodios meteorológicos más extraordinarios de su historia. Durante varios días, una nevada persistente y excepcional transformó por completo la fisonomía de la capital, paralizando la vida cotidiana y dejando imágenes que, más de un siglo después, siguen sorprendiendo por su magnitud. Aquella nevada, considerada la mayor registrada en Madrid, se convirtió en un referente histórico inevitable cada vez que la ciudad vuelve a teñirse de blanco.

El temporal comenzó el 27 de noviembre de 1904. En un primer momento, las precipitaciones fueron en forma de lluvia, pero el brusco descenso de las temperaturas provocó que rápidamente se transformaran en nieve. Lo que parecía un episodio invernal más acabó convirtiéndose en una nevada continua que se prolongó hasta el día 30. Durante ese tiempo, la nieve cayó sin apenas tregua, acumulándose en las calles, tejados y plazas de Madrid hasta alcanzar espesores extraordinarios. En algunos puntos de la ciudad se superó ampliamente el medio metro de nieve, y las crónicas de la época hablan incluso de acumulaciones cercanas al metro en zonas concretas.
La ciudad, poco preparada para afrontar un fenómeno de tal intensidad, quedó prácticamente bloqueada. Las calles se volvieron intransitables y el tráfico —limitado entonces a tranvías, carruajes y peatones— quedó interrumpido casi por completo. Los tranvías dejaron de circular, los trenes sufrieron importantes retrasos y muchas líneas ferroviarias quedaron temporalmente inutilizadas. Los mercados comenzaron a notar problemas de abastecimiento y numerosos comercios se vieron obligados a cerrar durante varios días.


Los periódicos madrileños describieron escenas insólitas: montañas de nieve acumuladas en las aceras, árboles vencidos por el peso, cables telegráficos caídos y vecinos intentando abrir paso con palas improvisadas. Un periodista de la época llegó a definir Madrid como una ciudad “enterrada bajo grandes bloques de mármol”, una metáfora que refleja bien el impacto visual de aquella nevada. El frío, intenso y persistente, agravó aún más la situación y dificultó las labores de limpieza, que eran muy limitadas en comparación con los medios actuales.
Desde el punto de vista meteorológico, el episodio fue resultado de una combinación muy poco frecuente. Una profunda borrasca atlántica aportó grandes cantidades de humedad, mientras que una masa de aire frío de origen polar ya estaba asentada sobre la península. El choque de ambas masas de aire creó las condiciones ideales para una nevada intensa y prolongada en el interior peninsular, algo especialmente llamativo en una ciudad situada a más de 600 metros de altitud pero no acostumbrada a acumulaciones tan extremas.

El impacto de la nevada no se limitó únicamente a Madrid capital. Localidades cercanas, como Getafe y otros municipios del entorno, también quedaron cubiertas por espesores muy importantes, lo que provocó el aislamiento temporal de pueblos y caminos. En una España de principios del siglo XX, con infraestructuras aún frágiles y sistemas de comunicación muy dependientes del telégrafo, un episodio de estas características suponía un auténtico desafío.
Con el paso del tiempo, la gran nevada de 1904 fue adquiriendo un carácter casi legendario. A lo largo del siglo XX se produjeron otras nevadas destacables en Madrid —como las de 1907, 1952 o 1971—, pero ninguna alcanzó la magnitud ni la duración de la de 1904. Incluso tras el impacto del temporal Filomena en enero de 2021, muchos historiadores y meteorólogos recordaron que el récord histórico de nieve en Madrid seguía perteneciendo a aquel episodio de comienzos del siglo pasado.

Más allá de los datos y las cifras, la nevada de 1904 dejó una profunda huella en la memoria colectiva de la ciudad. Representa una época en la que la naturaleza podía alterar por completo el ritmo urbano durante días, obligando a los madrileños a adaptarse con ingenio y paciencia. Hoy, gracias a fotografías, crónicas periodísticas y estudios meteorológicos, aquel acontecimiento sigue vivo como uno de los grandes hitos climáticos de Madrid, un recordatorio de que incluso en lugares donde la nieve no es habitual, la historia puede quedar, de vez en cuando, escrita en blanco.
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