Los madrileños y los turistas asocian esta mítica pastelería con la Puerta del Sol, pero no siempre fue así. De hecho, su localización original era la calle de Jacometrezo, siendo desplazada a su localización actual debido a las obras de construcción de la Gran Vía.

La Puerta del Sol sufrió su mayor remodelación durante la segunda mitad del siglo XIX, llegando a ella numerosos cafés que han desaparecido por insípidas multinacionales pero han permanecido en nuestra memoria por las fotografías históricas y algunos relatos literarios de Valle-Inclán o Benito Pérez Galdos, entre otros muchos.
Y ese fue el caso de este local, ocupado en origen primero por el Café del Comercio y posteriormente por el Café Lisboa. La Mallorquina llega a la plaza para sustituirles y desde entonces es uno de los rincones más famosos de la ciudad.

Su nombre se debe al origen mallorquín de sus fundadores: Coll, Ripoll y Balaguer. Su producto estrella eran las ensaimadas, como no podía ser de otra manera, y el chocolate a la taza, que procedía de Matías López, un fabricante local cuya fábrica se encontraba en la próxima calle de la Montera, y que degustaban los clientes en el saloncito que entonces estaba en lo que hoy es la trastienda del local. Actualmente el producto estrella es la napolitana aunque le compite las trufas. Curiosamente, las ensaimadas siguen siendo un producto muy celebrado en el local.
El establecimiento se compone de dos departamentos muy claramente diferenciados, la pastelería del piso inferior que hemos visitado todos en alguna ocasión, y el café-bar de la parte superior, con ventanas que dan a los primeros números de la calle Mayor y otros con vistas a la Puerta del Sol, siendo estos últimos altamente codiciados. Su emblema no podía ser otro que el de una mallorquina bailando, apareciendo en su rosado papel de envolver.

El futuro de La Mallorquina parece totalmente afianzado, y como madrileño, me alegro de ello.
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