Ramón María del Valle-Inclán fue, además de uno de los grandes escritores de la literatura española, un personaje irrepetible. Su vida estuvo marcada por una sucesión casi inagotable de anécdotas, provocaciones, duelos verbales y episodios extravagantes que lo convirtieron en una figura legendaria del Madrid bohemio. Resulta difícil decidir si Valle-Inclán fue más brillante con la pluma o con la lengua, porque en ambas se mostró siempre afilado, irónico y despiadado. Entre todas sus rivalidades, ninguna alcanzó la fama —ni el nivel de saña— de la que mantuvo con José de Echegaray, dramaturgo consagrado, académico respetado y primer español en recibir el Premio Nobel de Literatura.
La enemistad entre ambos no fue solo personal, sino también estética y generacional. Echegaray representaba el teatro decimonónico, melodramático y grandilocuente, lleno de conflictos morales, pasiones exacerbadas y discursos solemnes. Era un autor de enorme éxito popular, muy celebrado en su tiempo, y símbolo de una literatura que había triunfado durante décadas. Valle-Inclán, en cambio, encarnaba la ruptura: el modernismo, la crítica feroz a la sociedad española y, más adelante, el esperpento como forma de deformar la realidad para mostrar su verdad más cruel.

El conflicto estalló definitivamente en 1900, cuando el periódico El Liberal convocó un concurso literario de cuentos. Valle-Inclán se presentó confiado con su relato Satanás, convencido de que merecía el primer premio. Sin embargo, el galardón fue concedido a otro autor. Lo que en principio podría haber quedado como una decepción más se transformó en resentimiento cuando Valle supo que el jurado estaba presidido por José de Echegaray y que este había insistido en que su obra no resultara premiada. El golpe al orgullo del escritor gallego fue profundo, y desde ese momento declaró una guerra abierta —y muy poco elegante— contra su rival.
A partir de entonces, Valle-Inclán convirtió a Echegaray en uno de sus blancos favoritos. En tertulias literarias y cafés, no perdía ocasión de burlarse de él con su ingenio corrosivo. En una de esas reuniones afirmó que Echegaray estaba obsesionado con la infidelidad conyugal y que todas sus obras no eran más que autobiografías encubiertas de un marido engañado. La provocación provocó la reacción airada de un joven que se levantó para exigirle silencio. Cuando Valle preguntó quién era, el muchacho respondió que era hijo de Echegaray. La réplica de don Ramón fue inmediata y demoledora: «¿Está usted seguro, joven?», arrancando las risas del auditorio y dejando al adversario desarmado.

La ironía y el desprecio no se limitaron a los salones literarios. Tras la muerte de Echegaray, el Ayuntamiento de Madrid decidió dedicarle una calle cerca de la plaza de Santa Ana. Valle-Inclán tenía un amigo que vivía allí y se negaba, por principio, a escribir el nombre de su enemigo en un sobre. Su solución fue tan ingeniosa como insultante: dirigió la carta a “Calle del viejo idiota, número 16, Madrid”. El correo llegó sin problemas, lo que llevó a Valle a elogiar públicamente la inteligencia de los carteros madrileños, capaces de interpretar incluso sus sarcasmos.
Estas historias, que oscilan entre la realidad documentada y la exageración legendaria, forman parte del folclore literario español. En ellas se refleja tanto la personalidad excesiva de Valle-Inclán como el choque entre dos formas de entender la literatura y la cultura. La concesión del Premio Nobel a Echegaray en 1904 no hizo sino avivar el desprecio de los escritores más jóvenes, especialmente los vinculados a la Generación del 98, que consideraron el galardón una afrenta a la renovación literaria que ellos defendían.
Con el paso del tiempo, la figura de Valle-Inclán ha crecido hasta convertirse en un clásico indiscutible, mientras que la obra de Echegaray ha sido relegada a un segundo plano, más valorada por su importancia histórica que por su vigencia literaria. Sin embargo, su enfrentamiento permanece como uno de los episodios más sabrosos de la historia cultural española: una disputa donde el ingenio mordaz, el orgullo herido y el choque de épocas se mezclaron para dar lugar a una rivalidad tan feroz como divertida.
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