A pocos pasos del bullicio del barrio de la Guindalera, escondida entre calles tranquilas y fachadas de ladrillo, se encuentra la Colonia de los Carteros, un conjunto residencial nacido en los años veinte que todavía conserva el espíritu comunitario y humilde de sus orígenes. Pasear por sus calles es viajar a una época en la que Madrid crecía a trompicones, mientras los trabajadores buscaban un hogar digno y asequible en una ciudad que empezaba a ensancharse hacia el este.
El proyecto surgió de la Sociedad Cooperativa de Casas Baratas para Carteros, formada por empleados de Correos que, amparados por la Ley de Casas Baratas, aspiraban a levantar sus propias viviendas. La fórmula era sencilla y comunitaria: los socios se inscribían en la cooperativa y, por sorteo, se elegía quiénes accederían a las casas a medida que fueran construyéndose. El primer —y finalmente único— grupo que llegó a ejecutarse se bautizó Grupo Thebussiano, en homenaje al erudito Mariano Pardo de Figueroa, “Doctor Thebussem”, amante de la filatelia y defensor de la profesión de cartero.

El emplazamiento elegido formaba parte de la antigua Huerta del Catalán, cuyos terrenos fueron cedidos en gran medida por Pedro Orcasitas Ruiz. Era una zona todavía semirrural, pero con un potencial enorme: buena orientación, previsión de transporte público, acceso al agua y a la electricidad. Una apuesta segura para levantar una pequeña “ciudad jardín” destinada a los trabajadores.

El arquitecto Enrique Martí Perla diseñó un conjunto de pequeñas viviendas unifamiliares, organizadas en hileras y, casi siempre, pareadas. Aunque económicas, las casas destacaban por un detalle poco común en Madrid: los gabletes escalonados, remates al estilo flamenco que daban al barrio un aire casi centroeuropeo, a medio camino entre lo pintoresco y lo funcional. La sencillez predominaba en las fachadas, encaladas y levantadas con ladrillo, y también en el interior: una planta única con salón, cocina, dos habitaciones dobles y otra individual, fogón de ladrillo y fregadero con agua corriente. Nada sobraba, pero tampoco faltaba lo esencial.

La vida comunitaria fue, desde el principio, una de las claves de la colonia. El proyecto incluía zonas de recreo, un grupo escolar y diversas cooperativas que ofrecían servicios de consumo, crédito o empleo. Las calles, pavimentadas más tarde durante la Segunda República, recibieron nombres tan evocadores como “Bondad” o “Belleza”, reminiscencias de los ideales que habían inspirado la iniciativa.

Como ocurre en tantos barrios madrileños, la historia de la colonia está escrita también en las trasformaciones que sus vecinos han ido introduciendo con los años. Muchas familias, al crecer, añadieron segundas plantas para dar cabida a nuevos miembros, en una especie de ampliación orgánica y doméstica que fue moldeando la silueta del conjunto sin romper del todo su armonía. Aun así, las restricciones históricas en las modificaciones de fachada han ayudado a preservar su esencia.
Hoy, la Colonia de los Carteros es un pequeño tesoro urbano: un lugar donde aún se respira la tranquilidad de un pueblo y el carácter de un proyecto social que buscó, con dignidad y esfuerzo, mejorar la vida de los trabajadores. A pesar del interés inmobiliario que despierta, todavía mantiene ese aire recogido y algo secreto que la convierte en uno de los rincones más singulares de Madrid. Un recordatorio silencioso de que la ciudad no solo se construye con grandes avenidas, sino también con estas pequeñas comunidades que conservan, ladrillo a ladrillo, la memoria de quienes las habitaron.
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