En el corazón de Carabanchel, en un rincón donde las calles modernas se cruzan con la memoria de los campos y las huertas que un día dominaron el paisaje, se alza la Ermita de Santa María la Antigua, un templo que parece vivir a contracorriente del tiempo. Sus muros de ladrillo y mampostería, su ábside semicircular y su pequeña torre no tienen la grandiosidad de las grandes catedrales, pero poseen algo más difícil de encontrar: la autenticidad de lo sencillo, la huella persistente de siglos de fe, trabajo y vida comunitaria.
El lugar en el que se levanta la ermita estuvo habitado mucho antes de que la arquitectura mudéjar diera forma al templo. Bajo sus cimientos se han hallado restos carpetanos y romanos, fragmentos de cerámica, ánforas y losas que hablan de una villa agrícola en los siglos II y III. Esa continuidad es uno de los rasgos más fascinantes del edificio: sobre capas de historia sucesivas, los vecinos fueron levantando espacios de culto, primero la iglesia parroquial dedicada a Santa María Magdalena, que ya aparece citada en documentos del siglo XIII, y más tarde, cuando los Carabancheles crecieron y surgieron nuevas parroquias, esta quedó reducida a ermita bajo la advocación de Santa María la Antigua.



Quien se acerque a ella hoy encontrará un edificio de proporciones modestas pero de gran belleza. La portada, hecha de ladrillo, sorprende con sus arcos concéntricos, uno de ellos lobulado, enmarcados por un alfiz que revela sin ambages la impronta mudéjar. El ábside semicircular, levantado en mampostería y coronado por una ventana apuntada también en ladrillo, nos recuerda el peso todavía visible del románico. Y la torre, sobria y sólida, completa la silueta de un templo rural que sobrevivió al paso de los siglos casi milagrosamente entero.
Dentro, el aire parece conservar el eco de antiguas oraciones y romerías. El techo de madera, con sus vigas pintadas al temple, guarda escenas simbólicas y heráldicas, incluso alusiones a los milagros de San Isidro Labrador, tan estrechamente vinculado a esta ermita. La tradición cuenta que el santo rezaba en este lugar cuando aún no era más que una humilde iglesia, y que aquí se produjeron prodigios como el del lobo domesticado o el del pan compartido. En la penumbra de su interior se intuye todavía el pozo donde, según la leyenda, bebían los bueyes del labrador santo.



Durante siglos, la ermita fue centro de devoción popular. Tras la canonización de San Isidro en 1622, se convirtió en punto de peregrinación y escenario de romerías. Sin embargo, también conoció el abandono y el deterioro, especialmente en el siglo XX. La imagen medieval de la Virgen desapareció durante la Guerra Civil y fue reemplazada después por una copia; las pinturas se fueron apagando bajo la humedad; los muros, desgastándose con el tiempo. No obstante, la declaración como Bien de Interés Cultural en 1981 supuso un respiro. Restauraciones posteriores, especialmente las de 1998 y 2002, devolvieron dignidad al conjunto, rescatando tanto su estructura como las delicadas decoraciones de madera que hoy podemos volver a contemplar.
La ermita ya no ejerce de parroquia ni concentra la vida religiosa de Carabanchel como antaño, pero sigue cumpliendo un papel silencioso y profundo: es capilla del cementerio parroquial y, sobre todo, memoria viva de un barrio que se transformó radicalmente a lo largo de los siglos. Si en sus orígenes se alzaba rodeada de campos y olivares, ahora resiste entre calles, bloques de viviendas y tráfico urbano. Y, sin embargo, basta detenerse frente a su portada para sentir un anclaje con el pasado, como si aún se oyera el rumor de romerías, el tañido de las campanas o el murmullo de plegarias que acompañaron a generaciones.



Quizá por eso la Ermita de Santa María la Antigua emociona más allá de su valor arquitectónico. Es el templo mudéjar más antiguo que se conserva en la Comunidad de Madrid, pero también un testigo discreto de cómo la historia de una ciudad se teje en lugares pequeños, a veces invisibles, que han sobrevivido gracias al cuidado de los vecinos y a la persistencia de la devoción. Mirarla hoy es contemplar una paradoja: un edificio frágil y resistente a la vez, antiguo y actual, un pedazo de la Edad Media en medio de un barrio que late con ritmo moderno. Un recordatorio, en definitiva, de que la identidad de Madrid no solo se escribe en sus grandes plazas y palacios, sino también en ermitas humildes como esta, capaces de guardar en su interior siglos de vida.
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