Este palacio, conocido por el nombre de su propietario, don Ceferino Ballesteros, tuvo sus inicios como un palacete construido en el primer tercio del siglo XIX en el tramo del paseo del Prado que se encontraba en la esquina con la calle de los Madrazo. Originalmente admirado por su lujosa decoración interior que combinaba papeles pintados con obras al óleo, el edificio experimentó una transformación significativa tras ser adquirido por don Ceferino Ballesteros. La remodelación, encargada al arquitecto Jerónimo P. Mathet y Rodríguez a principios del siglo XX, buscaba adaptar el palacio a los nuevos usos y costumbres de la época, privilegiando la funcionalidad y la comodidad sobre la ostentación de tiempos pasados.
La intervención de Mathet y Rodríguez respetó los niveles existentes y, debido a problemas en las cimentaciones, redujo los espesores de los muros en los áticos. Una de las modificaciones más destacadas fue la incorporación de una torre en el ángulo de la fachada, que requirió una nueva cimentación para su estabilidad. El arquitecto dejó claro que su objetivo era contextualizar el edificio dentro del entorno del paseo del Prado, caracterizado por la grandiosidad de sus residencias.
La fachada anterior, antes de la intervención, tenía un diseño clásico con un cuerpo central adelantado y una entrada tripartita hacia el paseo del Prado. La intervención de Mathet y Rodríguez dotó al edificio de un carácter más «regionalista», reminiscente de la arquitectura del norte de España, posiblemente haciendo referencia al origen asturiano del propietario, Ceferino Ballesteros. Se añadieron torres en las esquinas para introducir movimiento y variedad de volúmenes, mientras que la altura se incrementó para crear una galería superior de ventanales corridos.
La fachada posterior, que daba a un pequeño jardín visible a través de la verja del paseo del Prado, también fue renovada con elementos similares, incluyendo una ventana en el muro esquinero, característica de los palacios de montaña. La distribución interior se mantuvo fiel en gran medida al diseño original, aunque se abrió el patio, se agregó una capilla y se introdujeron comodidades modernas como baños, ascensores y calefacción.
En resumen, la remodelación transformó el palacio en una versión regionalista que exploraba las tendencias arquitectónicas del momento, siendo un ejemplo destacado de la capacidad de la arquitectura madrileña para absorber y adaptarse a diversos estilos.
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