Pocas palabras del español generan tanta familiaridad —y se usan con tanta ligereza— como gilipollas. Lo curioso es que, detrás de este insulto cotidiano, se esconde una de las leyendas urbanas más persistentes de Madrid, una historia que mezcla personajes reales, malentendidos lingüísticos y la tendencia popular a explicar el lenguaje a través de anécdotas pintorescas. Es el conocido mito de Don Gil y sus pollas, una narración tan castiza como improbable que ha sobrevivido durante siglos en la tradición oral.
La historia nos lleva al Madrid de los Austrias, en pleno Siglo de Oro. Allí aparece la figura de Baltasar Gil Imón de la Mota, personaje histórico bien documentado, jurista prestigioso y alto funcionario de la Corona. Fue fiscal del Consejo de Castilla y hombre de confianza de Felipe III y Felipe IV. No era, desde luego, ningún bufón de corte ni un personaje ridículo, sino alguien respetado, culto y con una posición social elevada.
Sin embargo, la leyenda empieza cuando se mezcla su nombre con la vida social madrileña. Según el relato popular, Gil Imón acudía con frecuencia a paseos, actos y celebraciones acompañado de sus hijas, jóvenes en edad de casarse. En la mentalidad y el lenguaje de la época, llamar polla o polluela a una muchacha no tenía ninguna connotación obscena: era una metáfora habitual para referirse a la juventud, la inexperiencia o la lozanía, del mismo modo que se hablaba de mozos o doncellas.
La supuesta reiteración de estas escenas —el padre paseando con sus hijas— habría provocado las burlas del pueblo llano, que, siempre rápido para el ingenio verbal, empezaría a murmurar: “Ahí viene Don Gil con sus pollas”. Con el paso del tiempo, y según esta versión, la expresión se habría deformado hasta acabar cristalizando en el insulto gilipollas, aplicado ya no al personaje concreto, sino a cualquiera que pareciera ingenuo, simple o poco espabilado.
La historia es ingeniosa, fácil de recordar y muy madrileña. Precisamente por eso ha tenido tanto éxito y ha sido repetida durante generaciones, apareciendo en artículos de prensa, blogs de historia urbana y conversaciones de bar. Sin embargo, cuando se pasa del relato popular al análisis lingüístico, el castillo empieza a tambalearse.

Los estudios filológicos y las fuentes documentales no respaldan esta explicación como origen real del término. Para empezar, no existen textos del siglo XVII o XVIII que recojan el uso de gilipollas con el significado actual. Las primeras apariciones escritas de la palabra son muy tardías, ya entrado el siglo XIX, lo que hace difícil sostener una conexión directa con Gil Imón. Además, ningún documento de la época menciona burlas públicas ni apodos relacionados con sus hijas.
La explicación que hoy acepta mayoritariamente la lingüística es mucho menos novelesca, pero más sólida. El término gili procede del caló —la lengua de los gitanos españoles— y significaba originalmente “inocente”, “cándido” o “ingenuo”. Con el tiempo, esa inocencia pasó a interpretarse como simpleza o tontería. A esa raíz se le habría añadido polla como refuerzo expresivo, algo muy habitual en el español coloquial, dando lugar al insulto tal y como lo conocemos hoy. Es una construcción popular, evolutiva y lingüísticamente coherente, sin necesidad de recurrir a un personaje concreto.
Aun así, el mito de Don Gil y sus pollas sigue vivo. No porque sea verdadero, sino porque funciona como una pequeña fábula urbana que conecta el lenguaje con la historia de Madrid. Es una de esas explicaciones que, aunque falsas, resultan demasiado buenas como para desaparecer del todo. Nos recuerda que las ciudades no solo se construyen con calles y edificios, sino también con relatos, chascarrillos y etimologías imaginadas que forman parte de su identidad.
En definitiva, gilipollas no nació de un funcionario paseando con sus hijas por el Madrid del Siglo de Oro, pero la leyenda dice mucho sobre nuestra forma de entender el pasado y de dotar de sentido a las palabras. A veces, la verdad histórica importa menos que la historia que estamos dispuestos a contar… y a repetir.
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También se comenta que en la zarzuela de la Gran Via tomó la vulgarización que el chusco madrileño hacía de la clase adinerada o los nuevos ricos. Éstos se hacían denominar como clase «high life», que rápidamente se convirtió de forma jocosa en «igilí» y así lo recoge la canción del Elíseo en la zarzuela La Gran Vía cuando canta «yo soy un baile de criadas y horteras; a mis salones suele acudir lo más selecto de la igilí».
Se piensa que en el «igilí» está el origen del «gili» y todos sus derivados
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Si, aunque esta historia de Gil y sus pollas ha aplastado a todas las demás.
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